Hola a todos.
Este artículo que voy a pegar hoy en esta entrada,
viene a contar lo que llevo intuyendo desde hace muchos años y ahora que mi
propia hija está inmersa, lo veo con total claridad.
Pero me encanta que haya gente que empiece a verlo
igual de claro que yo lo hice desde hace mucho tiempo.
Siempre dije y diré que este invento de la inmersió lingüística,
aparejada con la eliminación del castellano de las aulas catalanas, solo era
una medida política, revanchista y muy perjudicial para todos. Distinto seria,
una inmersió bilingüe real y verdadera de la población, que entonces si cumpliría
con el criterio que pretende alcanzar la medida. Que no es otra, en teoría, de
que la población hable los dos idiomas a la perfección, esto si seria sumar y haría
que la población realmente ganara. Pero lo que se está haciendo aquí, solo tiene
un objetivo, nacionalizar e sumergir a la población forastera a una realidad política
en marcha, que no es otra que crear un nuevo país Catalunya y que se hable en
este nuevo país, un solo idioma, el catalán. Todo lo demás son milongas y
mentiras. Este articulo para mi tiene tanto o más valor por haber sido
publicado en el periódico “el país” que no es sospechoso de ser de derechas, ni
nacionalista español.
Un saludo.
El artículo:
Hubo un tiempo abominable, la edad oscura, en que
los niños catalanes no podían estudiar en la lengua de su comunidad, entonces
región, que para muchos era también su lengua materna: el catalán. Hoy es un
tiempo más feliz, la era luminosa, en la que lo que no se puede hacer es
estudiar en la lengua común del reino: el castellano. Un observador poco
informado pensaría que se ha dado la vuelta a la tortilla en el peor sentido,
es decir, que el gran argumento de antaño, el derecho a aprender en lengua
materna, bastaría para considerar esta era no menos oscura, solo que para los
otros, en vez de los nuestros. Con poca información y menos conocimiento,
cabría pensar que, si antes se ahogaba el catalán y a los catalanohablantes,
ahora es a los castellanohablantes; pero no, porque lo que cuenta es la
intención y lo que ayer era maldita asfixia hoy es, ¡hop!, bendita inmersión.
La inmersión, afirma la doctrina, tiene dos
virtudes indiscutibles y una tercera más ambigua. Su primera virtud es que trae
cohesión social, pues sin ella Cataluña se fracturaría entre los de arriba,
catalanohablantes, nativos, etcétera, y los de abajo, inmigrantes,
castellanohablantes y demás. La segunda es que todos la apoyan, como muestra el
dato, tan repetido, de que solo ocho familias (a veces son ochenta, pero sigue
siendo una cifra ridícula) hayan reclamado la escolarización en castellano.
Algo con un fin tan noble (la igualdad o, al menos, la igualdad de
oportunidades, que son parte del ADN de la intelectualidad y del profesorado) y
un consenso social tan amplio, solo puede ser cuestionado por el
anticatalanismo rampante y el tardofranquismo residual. Además, y esta es la
tercera virtud, el catalán está en retroceso ante el dominio del castellano en
los medios y en la calle, por lo que precisa ser defendido en la escuela.
Con la
política educativa de la Generalitat no se ha reducido un ápice en treinta años
la desigualdad
El argumento de la cohesión impresiona, pero no
resiste el mínimo examen. Con treinta años de inmersión, Cataluña no es hoy más
cohesiva que antes. Entre 1973 y 2007, el índice de Gini, que mide la
desigualdad en ingresos de una sociedad (0 y 1 serían la igualdad y la
desigualdad absolutas) se mantuvo en Cataluña en 0,29, mientras que en el
conjunto de España (donde la desigualdad es mayor por las mayores dimensiones y
los desequilibrios territoriales) se redujo de 0,36 a 0,31. En el ámbito
escolar, es decir, en materia de igualdad educativa, Cataluña no está ni mejor
ni peor. Según la Evaluación General de Diagnóstico, los resultados académicos
del alumno dependen del nivel socioeconómico de la familia algo más que en el
conjunto de España. Según PISA 2012, tal dependencia también es ligeramente
mayor en solo Cataluña que en toda España (3,5 frente a 3,4 puntos PISA por
cada punto de ESCS; digamos de estatus), y bastante mayor que en las otras tres
CC AA bilingües de las que hay datos: Baleares (3,4), País Vasco (2,8) y
Galicia (2,7).
¿Por qué iba a ser de otro modo? En realidad, el
distinto —pero poco— grado de equidad en las CC AA depende también de otros
factores como la urbanización, la estructura laboral, las inversiones o las
políticas educativas, pero, sobre todo, sabemos, especialmente en educación,
que tratar de manera igual situaciones desiguales produce más desigualdad.
Cuando el sistema educativo obliga a todos los escolares a manejarse en una
lengua, el catalán, que solo una parte ha aprendido en la familia (una parte
menor, por cierto, que la que hace treinta años había aprendido el castellano),
coloca ya al resto en desventaja. Y la desventaja educativa de hoy, en el
despliegue de la economía de la información, es, más que nunca, desventaja
social mañana.
El segundo mantra es el amplio consenso social en
torno a la inmersión. Se basa en que solo un puñado de familias han llevado a
la Generalitat a los tribunales para exigir la escolarización en castellano,
pero ignora deliberada y esforzadamente que, cuando se manifiestan en un
contexto libre de cualquier coerción, la mayoría de las familias no quieren esa
inmersión lingüística en la sola lengua propia. Aunque está muy mal visto
preguntar esto en Cataluña, y por tanto cada vez se pregunta menos, varias
encuestas han arrojado esta mayoría: el CIS la cifró en el 70% (1998), ASEP en
el 78% (2001) y el 68% (2009), DYM en el 91%. Solo la fantasmagórica consultora
Feedback, que vive de algunos ayuntamientos nacionalistas y de La Vanguardia y
cuyos datos y técnicas son inaccesibles se ocultan al público, afirma que sean
mayoría los partidarios del catalán como única lengua vehicular, y aun así la
limita al 81%. ¿Cómo se reduce la amplia mayoría de aquellas encuestas, incluso
la sospechosa pero apreciable minoría de esta, a la quantité négligeable de
ocho familias con que los nacionalistas suelen hacer sus chistes? Muy sencillo:
la presión ambiental. En definitiva, el hiato entre la amplia proporción de
población que quiere una educación bilingüe y la exigua proporción que la exige
indica que en Cataluña no hay un problema, sino dos: el segundo es la falta de
libertad, aunque no se deba a los mossos sino a los conciudadanos; o, como
podría haber dicho Althusser, no a su aparato represivo sino a su aparato
ideológico, la escuela.
Queda, en fin, la cuestión de la salud de la
lengua, que comprende dos partes. Una es que, descontando a los inmigrantes
extranjeros, todos hablan castellano pero no todos hablan catalán (ni euskera,
ni gallego); la otra es si ese desequilibrio crece o se reduce. Lo primero
tiene que suceder de manera residual simplemente por la libertad de movimiento
y residencia en el territorio nacional (siempre habrá un flujo de otras
comunidades hacia Cataluña y viceversa), pero va más allá por el legado
histórico reciente y por la base demográfica más amplia del castellano. Esto
justifica la discriminación positiva a favor del catalán (y de otras lenguas
propias, en sus territorios), en particular en la escuela, pero no la
evacuación del castellano. De hecho, catalán, gallego y euskera, aun con
distintas políticas lingüísticas, han mejorado espectacularmente su posición a
lo largo de la existencia de la democracia, aunque sigan por detrás del
castellano, lo que arroja a la vez un balance de éxito y una tarea pendiente.
Seguramente nunca acabaremos con esto y siempre
habrá una tensión entre la preferencia emocional por la lengua propia (identidad)
y la ventaja funcional de la lengua común (alcance), o entre la ventaja local
de una y la global de otra. Pero hoy disponemos de los medios para manejar de
manera eficaz y sin conflictos esa tensión: por un lado, un profesorado
competentemente bilingüe; por otro, un control continuo y localizado de la
competencia de los alumnos en cada lengua, a través de las pruebas de
diagnóstico y otras. Nada nos impide reforzar en la escuela la lengua en
desventaja y hacerlo precisamente en la proporción debida, modulándola en el
tiempo y diversificándola por territorios, por centros, por grupos-clase,
regulando el horario e incluso por alumno, regulando las tareas. Nada salvo la
inercia burocrática y el sectarismo nacionalista, claro está.
Evacuar el castellano de la escuela no es una
operación lingüística ni pedagógica, sino política. En este punto, como en
otros muchos de la educación, el medio es el mensaje, y el de la inmersión es
el del nacionalismo excluyente: eres catalán, pero no español. El mismo mensaje
del absolutismo y el franquismo, pero al revés.
Mariano Fernández Enguita.
Es catedrático en la Universidad Complutense
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